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Ellos eran hijos de la
Risa. Él era el joven hacedor de sonrisas matutinas y ella la guardiana de las
alegrías vespertinas. Cuando se encontraban al mediodía hacían delirar al Sol, tan
fuerte, que sus carcajadas se convertían en chispas que quemaban los hombros y
los brazos de los paseantes. Y hacían arder las hojas secas de los parques.
Él caminaba (por momentos
parecía volar) festivo, colocando flores en los cabellos a las damas y púberes.
Con él no eran los problemas, revotaban en sus brazos, en sus rodillas y en su
estado anímico de siempre niño, de siempre travieso.
Ella era el movimiento. En alianza
con Eolo obligaba a levantarse a las niñas para ir al colegio, ella era la que
movía los segundos al reloj, era ella el motor de cada corazón que pedaleaba
hacia delante. Era ella la que se movía con la sombra para buscar al crepúsculo.
Ella la que invocaba al Sol para que asista el rito diario de convertirse en
hoguera de la melancolía.
Una tarde ella se perdió. Sin
rastro, el mar lavó sus huellas. Él en vano la buscó. La Luna se ocultó y
volvió a nacer.
Cuando estaba por
aparecerse preñada de luz, ella volvió, con un velo en el rostro. Y le dijo:
-
“Hoy no me hagas reír, mañana sí”
-
Pero, ¿por qué Niña de la Tarde?
Entonces ella le mostró su
boca herida: los hilos ásperos se deshilachaban, y lo bueno era que de la piel
reseca emergían unos nuevos labios.
Luc Vigo
Lunes 25 de octubre 2013
8.27 pm-9:14 pm
Ilustra el texto un óleo de
Ivana T. (Argentina)